lunes, 28 de mayo de 2012

Pentecostés

AL HILO DEL EVANGELIO (38)

Ac 1,8

“Recibiréis una fuerza cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros. A partir de ese momento seréis mis testigos y hablaréis de mí en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo.”

 

Jn 20,19-23

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:

-- Paz a vosotros

Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:

-- Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.

Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:

-- Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

 

El Espíritu Santo es un don de Dios. Un don es un regalo, no lo merecíamos. Él nos lo ha dado. No es tampoco un derecho. Es simplemente eso, un don.

Jesús ha querido dárnoslo. Sólo se necesita estar dispuesto a acogerlo. Ese don es la fuerza de Dios, esa capacidad para afrontar la vida con serenidad, paz, alegría y mucha convicción interior, esa que sale del fondo del alma.

La Iglesia nació a partir de esa fuerza. Los discípulos perdieron el miedo y se lanzaron a decir lo que sus corazones sentían. Y no temieron por sus vidas, estaban en las manos de Dios. La fuerza de Dios rompió los muros del Cenáculo, los de Jerusalén, los de Samaria, hasta llegar al último rincón del mundo.

Gracias a esa fuerza, y a las personas que se han dejado guiar por ella, hoy conocemos el Amor de Dios en nuestras vidas. ¡Qué privilegiados!

Ser testigo no se inventa de la noche a la mañana, no es el efecto de un relámpago, es el resultado del trabajo cotidiano, del día a día, vivido con la mirada y el corazón puesto en Dios. Todo parte de esa experiencia fundamental: «Antes de formarte en el seno de tu madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné a ser profeta de las naciones.» (Jer 1,5) Y la asimilación de ello: “Antes de formarme en el seno de mi madre, tu me conocías, Señor” (Ps 139,15-16). Saberse y sentirse amado y querido por el Señor, incluso antes de aparecer por este mundo; incluso si no has sido deseado por tus padres, para el Señor eres único e irrepetible.

Mientras no hayas sentido el amor de Dios en tu vida, no podrás ser testigo. Es cuando te das cuenta que “eres precioso a los ojos de Dios” y que cuentas mucho para Él (Is 43,4) que, a partir de ese momento, se desencadena como una especie de “furia” interior en la que no puedes callarte, hay que gritarlo a los cuatro vientos.

“Hasta los confines del mundo”. No olvides todos los que no conocen todavía Jesucristo, no porque le han dado la espalda o lo ignoran, sino porque hasta ahora ningún testigo les ha hablado de Él (Rom 10,13-17).

Hoy, tú y yo somos cristianos gracias al don del Espíritu Santo. ¡Feliz Pentecostés!

Fraternalmente. Fernando García

 

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